Acabo de llegar
del primer Congreso internacional que se ha celebrado en León sobre el SAP
(síndrome de alienación parental) y he visto y oído el sufrimiento de una hija
de unos 20 años y un padre que por causas ajenas a su voluntad se han visto obligados,
respectivamente, a no poder estar y relacionarse con su padre o con sus hijos.
También he convivido con varios progenitores (padres y madres) que son también
testimonio personal de ese sufrimiento; y con numerosos abogados, psicólogos y
algunos (pocos) jueces que no están de acuerdo con esas situaciones y están
poniendo de su parte no sólo su trabajo, sino también su tiempo libre, su
ilusión y esfuerzo para que estas situaciones empiecen a disminuir, hasta que
no exista ningún niño/a que no pueda ver y estar con su padre y con su madre;
con independencia de que convivan, estén separados o divorciados.
Realmente han
sido sólo dos días, pero me han dejado una profunda huella y me han llevado a
intentar hacer estas breves reflexiones en voz alta.

Tengo 49 años
y, realmente, no recuerdo que mi infancia ni la de otros niños de mi entorno
haya transcurrido en un ambiente de maltrato total como parece reflejar y vivir
la sociedad actual.
¿Qué hemos
hecho? ¿Qué vamos a dejar a nuestros hijos? La situación laboral y económica la
tienen cruda, y realmente su arreglo depende de múltiples factores nacionales e
internacionales, políticos, macroeconómicos... Pero la situación personal y
social que les podemos dejar sólo depende de nosotros, las personas adultas con
quienes que conviven y a quienes ven a diario. Así nos comportamos nosotros,
así se comportarán ellos.
Sabiendo que
soy juez, seguro que el que esté leyendo este artículo piensa que cuando hablo
de maltrato me estoy refiriendo a la violencia de género contra la mujer; pues
no. Ese maltrato al que me refiero tiene múltiples manifestaciones y, por
desgracia, siempre afecta directa o indirectamente a nuestros hijos/as. Estas
manifestaciones de maltrato la tenemos en: las agresiones físicas y psíquicas
del esposo a la esposa o del hombre hacia la mujer; las agresiones físicas y
psíquicas de la esposa al esposo o del hombre a la mujer, porque «haberlas
haylas»; las del hombre al hombre o de la mujer a la mujer, parejas o
matrimonios del mismo sexo; las de los progenitores a los hijos y de los hijos
a los progenitores; las del alumnado al profesorado y del profesorado al
alumnado; las que ocurren entre niños; las que afectan a nuestros mayores, los
abuelos, esa llamada tercera edad (que tanto nos ha dado y poco están
recibiendo a cambio); las que ocurren entre los vecinos; las de los jóvenes
hacia los mendigos...
Y me pregunto:
¿a qué se debe esta situación desquiciante? Tal vez sea a que entre los
políticos, los legisladores y los progenitores nos hemos cargado tres
principios fundamentales en nuestro ordenamiento jurídico que son, o deben ser,
pilares en una sociedad democrática, justa y equitativa. Principios que son:
«todos somos iguales», la «presunción de inocencia» y «actuar siempre en
interés del menor».
Y me sigo
preguntando si puede una sociedad: permitir que una persona, simplemente por
que sea denunciada por otra, tenga que dormir uno, dos o tres días en
Comisaría; permitir que por una simple denuncia un progenitor sea sacado de su
casa y alejado por tiempo indefinido de sus hijos; permitir que por una simple
denuncia unos niños/as dejen de ver a uno de sus progenitores y al resto de la
familia paterna o materna; permitir que cuando una pareja deja de convivir, sus
hijos tengan que elegir entre uno u otro progenitor; permitir que cuando hay
una separación o un divorcio, los hijos que están conviviendo a diario con papá
o mamá, de un hoy para mañana se tengan que conformar con ir de visita unos
pocos días al mes a casa de papá o mamá; permitir que nuestros hijos/as crezcan
convencidos que se puede denunciar unos hechos falsos, pues no ocurre nada;
permitir que nuestros hijos/as crezcan creyendo que es más grave la bofetada
que da un niño a una niña que la que puede dar una niña a un niño; permitir que
en un procesos judicial, separación o divorcio, donde se está discutiendo cómo
va a ser la vida de los hijos/as hasta su mayoría de edad, nadie defienda y
proteja realmente los derechos e intereses de estos menores; permitir que en
estos procesos de separación o divorcio, los hijos, que son personas como
nosotros, los adultos, no sean vistos como sujetos de derechos, sino más bien
como una herramienta para conseguir algo: dinero, vivienda, tranquilidad, hacer
daño...; permitir que sean los niños/as quienes manden en casa y sean ellos
quienes fijen qué se hace o cómo se hacen las cosas; permitir que los niños fijen
las reglas de conducta en los centros escolares, sean los que decidan si
quieren ir a clase o no, los que tengan la autoridad en dichos centros;
permitir que los valores sociales como esfuerzo, amistad, coherencia, respeto,
convivencia, libertad, tengan que ceder, por culpa de ciertos energúmenos o
ineptos, ante disvalores como: libertinaje, abuso, insolidaridad, la ley del
más fuerte, no esfuerzo...
Basta ya. Creo
que ha llegado el momento de que entre todos arrimemos el hombro y que la
Administración (local, autonómica y estatal) aporte los medios necesarios para
que realmente demos un giro de 180º y consigamos volver a vivir bajo el amparo
de ese principio fundamental que es «el interés del menor ». Para lo cual demos
restaurar el principio de igualdad y el principio de presunción de inocencia.
El maltrato, sea físico o psíquico, que realmente existe, debe ser castigado
con la máxima dureza posible. Pero, ojo, sin mirar quién es el maltratador. El
castigo debe fijarse en función de la gravedad del maltrato.
Pero más
importante que castigar ese maltrato es prevenir que ocurra; y para
ello es inevitable que todos los profesionales que intervenimos en estos
procesos eduquemos a nuestros hijos/as en la libertad, respeto e igualdad
absoluta; educación que demos hacer en casa, en los colegios, en la televisión
y en el resto de los ambientes por donde se mueven estos pequeños monstruos a
los que tanto queremos papá y mamá. Juntos podemos.
Ángel Luis
Campo: Juez de Familia comprometido con su profesión.
Fuente:
LexFamily.es
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